viernes, 2 de febrero de 2007

ESTAMPA: Huachafos y huachaferías

Por Jorge A. Chávez Silva, Charro
Dentro de la caracterología celendina, tenemos un tipo muy típico que aparece muy caracterizado. Es el huachafo, según el término de feliz eufonía descriptiva inventado por Jorge Miota, cuyos especimenes existen desde antiguo y en todas partes del mundo; es el símil del cursi de los españoles, el currutaco de los mejicanos o el garufa del Río de la Plata.


Nuestro huachafo presume de maneras pulidas, en el gesto y en el hablar. Recuerdo a un pariente que era sastre y vivía en las afueras de la ciudad, al que mi padre llamaba “El diccionario de Shiutute”. Era cojo y se apoyaba en un fino bastón de lloque. Cuando le preguntaban de donde venía, respondía:
-Vengo de un periplo por la “periferie” de la población.
La huachafería es un atributo humano corriente en la historia. Así como las herejías son comúnmente verdades enloquecidas, que han perdido la dimensión de las proporciones, los actos de huachafería son equilibrios desquiciados y se cae en ella cuando se adoptan modos extremos de lucimiento.
Huachafos históricos los hubo en todo tiempo. Lo fue Nerón con su trágica obsesión histriónica hasta los extremos de la piromanía criminal y espectacular. Huachafo, en cierta medida, Luis XIV y su corte, con su indumentaria pródiga en cintajos y bordados, chorreando encajes y luciendo afeites y abultadas pelucas, con lunares pintados en las mejillas como damiselas coquetas y los afectados “Beaux parleurs” que Moliere satirizó eficazmente en su teatro.
En nuestro Celendín el huachafo más insigne fue sin duda don Augusto G. Gil, con su filantropía real, pero histriónica. En el otro extremo estaba el Tagaga, con su socorrida corresponsalía de “El Comerció” y sus ínfulas de que tomaba unos “huisquies” en el Club Nacional con los Miró Quesada cada vez que se ausentaba del pueblo, y tantos otros que no mencionamos por no herir susceptibilidades.
Cuando nuestro huachafo es viajero, automáticamente se vuelve cosmopolita, con su carga de inadaptación al medio local y su decidida voluntad de que todos se enteren de ello. Cuando retorna al terruño, después de cierto tiempo de ausencia, todo le resulta extraño, mezquino, pequeño y hasta nuestro hablar se le antoja vulgar, entonces, lógicamente, copia el modo de hablar del lugar de donde viene.
César era un amigo del barrio de Colpacucho, inteligente y hábil, locuaz y afectado de maneras; tenía una noviecita en el barrio a la que visitaba discretamente por las tardes para desgranar la charla a que son afectos todos los enamorados. Viajó a Buenos Aires a estudiar medicina y regresó al cabo de tres años. Durante los cuales jamás escribió ni la más mísera letra a la gentil muchachita.
Ante tan prolongado silencio, ella, con mucho sentido práctico, había formalizado otro compromiso y ya estaba próxima al matrimonio.
César, regresó tarareando tangos, vestido como un faite porteño, cebando mate con bombilla de plata y hablando en el más pulido lunfardo del barrio de La Boca, me preguntó por ella y le respondí:
-Olvídate, se va a casar el otro mes.
-Que va, ché, si la ves, decíle que quiero verla.
Al caer la noche se encontró con ella y se entretuvo hablando como antaño. De pronto apareció por la esquina de la plaza el actual novio y yo presumí que habría un duelo de caballeros y me aprestaba a gozar del espectáculo. Ella, muy sonrojada no sabía como salir del atrenzo que se avecinaba a medida que su galán avanzaba hacia ellos.
No pude oír la discusión en que se enfrascaron, pero lo que sí pude percibir por la altura con que se dijo, fue a César, que pretendió zanjar el problema con una expresión muy típica del Río de la Plata:
-¡Ché, dejá que la piba decida...!

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