sábado, 12 de enero de 2008

CUENTO: Cucufatería

Por Jorge A. Chávez Silva, “Charro”
No, mi padre no me lo perdonaría nunca. Él, que declaraba ser enemigo jurado del cura, a quien acusaba, entre otras cosas, de ser un explotador de los campesinos de los caseríos aledaños al pueblo, a quienes cobraba un dineral –según su juicio- por cada misa, bautizo, matrimonio que realizaba.
-Cristo, con ser quien dicen que fue, no cobraba nunca por sus sermones y milagros; al contrario, repartía panes y pescado
No, definitivamente, no me lo iba a perdonar. Él, que era un contumaz descreído de las cosas divinas, que en cada borrachera alardeaba ante sus amigos de un agnosticismo basado en la ciencia, y creía a pie juntillas lo que afirmaban los científicos acerca de la aparición de los seres sobre la faz de la tierra.
No, definitivamente, no me lo iba a perdonar.
Ya me lo había advertido varias veces:
-Te pueden jalar en Matemática, en Lenguaje, en Física, Química, o en lo que sea, pero en Religión, jamás.
Cuando le sugerí que me exonerara del curso, me respondió categórico:
-No, en cuestiones de fe y convicción nadie puede decidir por ti. Todas las personas merecemos respeto. Eso lo resolverás cuando llegues a tu mayoría de edad.
Desgraciadamente, ocurriría lo que tanto temía. Posiblemente repita el cuarto de secundaria. El cura, enterado de lo que decía mi padre acerca de su ministerio, parecía haberme tomado tirria, lo mismo que a mis amigos y seguro que nos jalaba para marzo. Para colmo yo tenía muchos problemas en los misterios de la iglesia. No podía entender como era eso de tres personas y un solo cuerpo, ni como la Virgen seguía siéndolo después de haber dado a luz a Jesús. Con ese curso de cargo acumulaba cuatro y repetía.
Mi último recurso frente a tan terrible situación, sería abandonar el pueblo y refugiarme en Cajamarca o Lima, en donde la ira de mi padre no me alcanzara. No sabíamos realmente cual era nuestro calificativo en el examen final de Religión, pero la sonrisa malévola del padre cuando echó un vistazo a nuestras pruebas parecía indicar que habíamos desaprobado.
Para confirmar mis temores, Anita, una linda compañera que, sin ninguna presunción, se derretía de amor por mí, me contó, alarmada, que el padre Nicanor nos había desaprobado. Mi suerte estaba echada y podría andar haciendo planes acerca de mi intempestivo y sentido abandono del pueblo.
-Tenemos que robarle la prueba –sugirió uno de mis amigos.
-¿Qué ganaríamos con eso? Nos toma otra y nos jala igual, mejor esperamos que pase las notas al registro y allí operamos –repliqué.
Mi plan era aprovechar la ocasión en que el padre se ausentara de la parroquia, ingresar subrepticiamente a su habitación y alterar los calificativos.
Decidimos que la mejor hora era la del almuerzo. Aprovechando que nuestro pueblo era de por sí callado y solitario, a esa hora no habría ningún transeúnte por las calles y podríamos operar con tranquilidad.
Por la noche ocultamos una escalera en la parte trasera de la habitación del cura, que daba a la medianera de una casa vecina para asegurarnos que no esté a la hora fijada. Para abrir la puerta teníamos una ganzúa que había probado su eficacia en muchas incursiones a los corrales del vecindario.
Mis amigos se apostaron en las esquinas de la iglesia, otro estaba listo para ingresar en cuanto yo le indicara que no estaba el padre.
Coloqué sigilosamente la escalera para observar a través de la ventana, que era angosta y larga, pegada al techo, y lo que vi me dejó estupefacto.
El cura le estaba echando la bendición a la profesora Ofelia: hacían el amor desnudos en la cama.
-¡Caramba! La merca que vi era de primera y qué bien la ocultaba la profesora con el hábito marrón que lucía, las correas negras, los cordones blancos y la cara de no romper un huevo. ¿Quién lo imaginaría? Con lo cucufata que era. Su presencia era habitual en la iglesia y parecía tener ganado un lugar a la diestra de Dios Padre. Desde que la dejó su esposo no se le conoció romance alguno. Las viejas decían que la abandonó porque le negaba la fruta del paraíso los domingos y fiestas de guardar. Con lo nutrido que era el santoral de esa época era comprensible la actitud del pobre hombre.
¿Qué hacer en este caso? Tenía que hacerle saber al cura que lo había sorprendido. Era mi única oportunidad. Toqué con los nudillos en el vidrio de la ventana y agité la mano ante la mirada aterrorizada de los amantes, que, sin duda, me reconocieron, y bajé. En la calle dije a mis amigos que no podíamos hacer nada porque el cura estaba en su habitación.
Al día siguiente en la hora de Religión el padre Nicanor, muy serio, leyó los promedios finales, cuando llegó a mi nombre, dijo sin variaciones de voz:
-Calla Domínguez, Emerson, catorce…
Mis amigos que estaban jalados me miraron estupefactos.
A la hora de recreo me acerqué al padre y le reclamé por mi bajo calificativo. En voz baja me contestó:
-¿Y cuánto querías? Los demás podrían sospechar.
Busqué con la mirada a Anita y pensé aliviado que por lo menos no repetiría el año y encontré la felicidad en el brillo de sus ojos.

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